Domingo 30 de noviembre y miércoles 3 de diciembre de 2014 (antes y después
de la excursión de dos días a la Bahía de Halong)
Llegamos a nuestro hotel en Hanoi pasadas las 23h del 29 de noviembre. Creo
que en un post anterior comenté que había que tener cuidado al reservar
habitaciones porque muchas de ellas no tenían ventana. La de este hotel la tiene,
pero con vistas a una pared. Hemos aprendido por tanto que lo que hay que solicitar
es que la habitación tenga vistas (Sin embargo hay comentarios en la red sobre
algunos hoteles que venden tal o cual vista desde la habitación o terraza… y aquéllas
sólo se distinguen si uno se sitúa estratégicamente en algún punto de ellas…)
Hanoi,
la capital de la República Socialista de Vietnam, donde de nuevo nos choca
conocer cómo funciona un país comunista.
Ya nos habían dicho que el Estado no ofrecía educación gratuita, pues resulta
que la sanidad tampoco lo es, sólo para los niños hasta seis años (en este país
sólo se permiten tener dos niños por pareja, si se tienen más, hay que pagar
muchísimo) y para los mayores (aún tengo que averiguar a partir de qué edad uno
es mayor en Vietnam).
Hanoi, nombre que significa, la
ciudad en medio del río, el Río Rojo. Es sin embargo la única ciudad en la
que no hemos visto que el río esté aprovechado para que los ciudadanos y visitantes
paseen a sus orillas.
Hanoi, una ciudad de estrepito
insolente que intenta apaciguar con varios espacios verdes con lagos incluidos.
El lago más cercano al barrio antiguo, el Hoan Kiem, es muy agradable de
rodear. La mañana del domingo 30 de noviembre la zona estaba llena de familias
y jóvenes paseando, haciéndose fotos, tomando algo en alguno de las cafeterías
que ofrecen poquísimas sillas en comparación con la gente que por allí había;
de estudiantes que practicaban su inglés encuestando a los turistas sobre su
viaje a Vietnam; de estudiantes que, poniendo en práctica un proyecto
ecológico, recogían la basura que encontraban en el parque; de parejas de recién
casados y prometidos haciéndose fotos profesionales. Las prometidas, vestidas
con el traje tradicional Ao Dai (que también se suele utilizar a menudo como
uniforme entre, por ejemplo, las masajistas, recepcionistas de hotel y
estudiantes). Me encanta: pantalón de talle alto y túnica hasta las rodillas
con sugestivos cortes laterales desde un centímetro por encima de la cintura
del pantalón (delicado centímetro delator de michelines para aquellas occidentales que compren estos trajes como
recuerdo o para utilizarlos como disfraz en Carnaval, y que no sean tan
estilizadas como suelen serlo las vietnamitas, sobre todo las jóvenes).
Hanoi, la ciudad que nos enseñó que los refrescantes 22ºC matinales que disfrutamos
en el sur, en Can Tho, y en el centro de Vietnam, en Hoi An, puede llegar a
convertirse en la máxima de un día frío de invierno vietnamita que amanece con
16ºC, como los que nos hicieron abrigarnos la mañana del 3 de diciembre. Los
vietnamitas del norte han sacado ya de sus armarios, abrigos, bufandas y
plumas.
Hanoi
nos hace ser de nuevo conscientes de que es un pecado caer en la comida
occidental cuando uno está en un país con una cocina tan variada y sabrosa. Ni
siquiera es necesario pagar un precio europeo por una buena comida vietnamita,
en cualquier pequeño local es lo que uno va a encontrar. Pecamos cuando en el
aeropuerto de Da Nang cedimos al deseo de probar, sólo una vez, una pizza lo
más parecida a la de pepperoni que pudiéramos encontrar, qué comida tan
grotesca la que nos sirvieron al lado de las delicatessen vietnamitas o de las
verdaderas pizzas italianas. Pecamos de nuevo en la capital cuando probamos las
hamburguesas de la cadena Lotteria. Yo quise evitar cometer un crimen de primer
grado pidiendo una hamburguesa de pinta rarísima y blanca que posiblemente
fuera de pan de arroz, pero nos dijeron que ya no les quedaban, así que acabé
pecando a lo grande con una (apetitosa) doble hamburguesa de queso. Llamadme
condescendiente, pero las transgresiones durante los desayunos no sólo no me
parecen tan graves sino necesarias.
Como
Óskar llevaba unos días algo tocado del estómago (¿desde que comió la pizza?),
no pudimos ir la última noche en Hanoi, como habíamos previsto, a probar el
rape marinado con jengibre azul, azafrán, arroz fermentado y salsa de pescado,
el único plato que se ha servido en un restaurante de Hanoi durante más de cien
años. No logro encontrar el nombre del local, pero se encuentra en la cortísima
calle Cha Ca.
Encontramos
por casualidad una callejuela en la capital, llamada como el gran mercado de Dong
Xuan, que servía todo tipo de platos cocinados en el momento con una pinta
riquísima. Qué pena que no tuviéramos hambre en ese momento, hubiera sido el
lugar ideal para atrevernos con la cocina callejera. Pedimos algo para beber en
uno de los locales y, durante la buena media hora que pasamos observando la común
vida gastronómica local, no vimos a ningún turista pasar por allí e,
increíblemente, tampoco oímos el frenético tráfico que había a pocos metros. Un
oasis.
Hanoi,
ruidosa y caótica. Hay una competición entre los extranjeros por quién prefiere
Saigon y quién Hanoi. Al percibir el shock auditivo de la segunda, pensé que
Saigón sería mi escogida, pero tras pasear por un par de calles del barrio
francés y por un par de sus zonas verdes, creo que voy a quedarme con Hanoi.
Empiezo a reconocer lo que cuentan las guías de la capital, esa interesante mezcla
entre lo tradicional y lo moderno que la hace de algún modo atractiva, aunque
sea, insisto, estridente; vendedoras con sombrero vietnamita que parece que se
desplacen bailando de puntillas al ritmo que les marca el cimbreante bambú
cargado al hombro, en cuyos extremos cuelgan sendas cestas con, sobre todo,
frutas y verduras. Van y vienen por las calles arboladas, al estilo del colonizador
francés, que conservan los nombres de los gremios que hace siglos las ocupaban,
como las del Born barcelonés.
¿Cuántas
veces dirá un turista no al día en
esta ciudad en la que no cesan de pasar vendedores de gorras, mecheros,
buñuelos, fruta, etc. ofreciéndole a uno las mismas mercancías una y otra vez?
Me
arrepiento de no haber tomado una foto de una viejecita que nos invitó
amablemente a comprarle alguna fruta con un delicado movimiento de su mano y la
sonrisa más dulce del mundo. Espero que justo por no haberle hecho la foto, que
quién sabe si hubiera captado el candor y magia de su sonrisa, su imagen se
quede impresa para siempre en mi mente y corazón. Me los atravesó. Me
hipnotizó. De mayor, quiero llegar a conseguir esa sonrisa.
Otros
que sonríen, pero más estrambóticamente (o así lo quisieron ver mis ojos), son
los que fuman hangga. son muchos los
bares de la capital que tienen a libre disposición grandes pipas de bambú y ese
tipo tabaco. No he logrado saber qué es,
pero como mucho debe ser una droga bastante blanda.
Por cierto,
¿dónde llevaran estos callejoncitos por los que apenas cabría una persona y de
los que ni siquiera nos habríamos dado cuenta si no se hubieran metido por
ellos algún que otro motorista?
Fuimos a
ver el Water Puppet Show, el espectáculo de marionetas de agua. Marionetas de
figuras humanas, animales y criaturas míticas que, deslizándose grácilmente por
un piscina-escenario, cuentan catorce historias acompañados por músicos que
tocan y canta en directo. Es un espectáculo divertido, quizás algo infantil y
muy valioso culturalmente porque mantiene viva una tradición de hace al menos diez
siglos. Según se dice, originalmente el espectáculo se representaba en lagos,
estanques o arrozales inundados.
De nuevo
el arroz, qué básico es para estas tierras. Incluso comentan que el saludo
vietnamita equivalente a un qué tal
nuestro significa ¿has comido arroz hoy?