miércoles, 10 de diciembre de 2014

Phu Quoc (Siguiendo al sol y a cien metros de nuestra salvación… dos veces)



   
Jueves 4 – lunes 8 de diciembre de 2014

Al final ha sido Phu Quoc el destino escogido para acabar nuestro viaje por Vietnam. Quisimos seguir al sol y sabíamos que aquí lo íbamos a encontrar, en la isla salvaje del país, situada en el Golfo de Tailandia, al Sur de Camboya, país que la reclama. Un lugar perfecto para relajarse en piscina y playas y para aventurarse en su poco trillada jungla.
En la isla también se pueden visitar fábricas, como la de salsa de pescado; granjas, como la de perlas y la de pimienta; y también una prisión, la Coconut prison (la isla fue utilizada como tal primero por los franceses y luego por los americanos), que debe ser tan terrible como la de Phnom Penh y que tampoco quisimos tener el estómago de ir a ver.
Es chocante pararse a pensar en que, en un lugar en el que se han llevado a cabo tantas torturas, vengamos ahora los turistas a disfrutar de la parte paradisíaca. Me da reparo incluso escribir lo que hemos llegado a disfrutar en este Edén:

Paseo por la playa justo antes de la puesta de sol. Vuelta al resort ya de noche y placentero baño en una piscina de agua calentada por el astro rey que había brillado, sin ser molestado por las nubes, durante todo el día. Ducha posterior divisando la luna por la ventana del cuarto de baño.

Paseo en bici hasta la capital de la isla, Duong Dong, para comprobar el ambiente bullicioso, mercantil y marinero de la villa.

Excursión silvestre en moto por el norte y parte del sur de la isla. Y en este punto será donde nos detendremos durante unas líneas. El marinero no había llevado una moto desde que tenía unos veinte años, es decir, hace más de treinta. Menos mal que la que alquilamos era automática y no tuvo muchos secretos para él. Yo fui de paquete y, aunque al principio tuve la sensación de que me iba a caer cada vez que el marinero frenaba o aceleraba, enseguida se acostumbró el cuerpo a equilibrarse casi sin pensar e incluso me atreví a hacer alguna foto en marcha.

La gasolina se nos acabó en seguida, los depósitos son pequeñísimos, y empezamos a preocuparnos un poco por no encontrar en el momento justo una gasolinera, ya que habíamos elegido la carretera más salvaje para ir al norte, si no contamos la del Este de la isla que no sé cómo debe ser para llamarla ‘adventurous road’ y no me quiero ni imaginar en qué lodazal debe transformarse tras las lluvias nocturnas que esta isla suele recibir (los turistas agradecen esto inmensamente ya que durante el día, en esta época, pueden soler seguir poniendo sus cuerpos a la parrilla), si por la que íbamos nosotros ya estaba llena de charcos y piedras que esquivar. Aún no habíamos llegado a ninguna de las playas marcadas en el mapa en las que, supuestamente, aunque conservasen aún su esencia de retiro tropical, contábamos con que hubieran algún chiringuito cerca en el que cobrar precios desorbitantes, es decir europeos, por alguna bebida a los turistas y que, además, pudiera resolver nuestro problema. De repente vimos un resort en medio de la nada y allí nos indicaron que a 100 metros encontraríamos a alguien que vendía gasolina. Y así fue. Primero paramos en una casa, que no sabíamos particular, donde no entendían ni hablaban nada de inglés y con gestos y onomatopeyas les preguntamos si tenían ‘glu-glu-glu’ para la moto. Nos indicaron que continuásemos un poquito más, y allí sí, vendían gasolina en botellas de litro.
Tras llenar el depósito seguimos por la carretera de tierra, cruzamos puentes que no prometían sostenernos (bueno, sólo uno) y bordeamos algunas playas casi vírgenes, pero lo mejor fue llegar a la carretera que atravesaba la jungla. Espesura densa y chirriante. En las ciudades nos quejamos del nivel de decibelios que molesta nuestros oídos, pero no estoy segura que el de esta jungla fuera más sano para la salud. ¡Qué escandaloso el sonido de sus habitantes! Insectos sobre todo, deduzco. Encontramos algún camino que se adentraba en ella, pero no nos atrevimos a dar más de tres pasos en la selva, no sin zapato cerrado ni pantalón ni manga larga. Y menos tras el termitero gigante que encontramos en ese paso que contaba tres y las enormes hormigas que vimos rodeando nuestras sandalias. Si hubiera aparecido un dinosaurio jurásico entre aquella fronda no me hubiera asombrado ni un ápice.

Para acabar nuestra jornada, decidimos comer algo en Ham Ninh, el pueblo pesquero en el centro-oeste de la isla. En el atractivo restaurante con vistas al mar, pedí una ensalada de mango verde adornada con cacahuetes. Sólo le pude dar un bocado, que me supo delicioso y picante, ya que enseguida me di cuenta del puñado de proteínas extras en forma de hormigas que corrían entre los cacahuetes. Lamentablemente no me apeteció pedir otro plato o tomar la ensalada nueva (o desinfectada) que me ofrecieron. Luego me arrepentí, cuando se nos pinchó la rueda trasera de la moto, afortunadamente no muy lejos del hotel y en un lugar con cobertura, pero sin mucha comida que ofrecer. Un viejecito motorista muy amable se paró y nos intentó, con gestos, ofrecer su ayuda. Le señalamos el teléfono con el que pretendíamos solucionar el asunto llamando al hotel, pero él nos señaló un lugar donde supuestamente podrían ayudarnos, al otro lado de la mediana de la gran carretera que llevaba a la capital de la isla, pero que a trozos estaba en construcción, trozos en los que probablemente botamos demasiado sobre piedras y baches para la cámara de una de nuestras ruedas. Nos pusimos en marcha para buscar lo que creíamos un taller. Yo, caminando, cruzando la gran carretera de dos carriles para cada una de las direcciones, sin mirar a los dos lados puesto que creía que la mencionada mediana separaría el tráfico como hace en Europa, pero un pitido procedente de la dirección opuesta en la que estaban mirando mis ojos, me recordó que nos encontrábamos en Vietnam y, por tanto, que el tráfico podía venir desde cualquier sentido. Fui afortunada de que el claxon de la furgoneta que se dirigía a toda velocidad contra mí, funcionara y me advirtiera que debía correr y proteger mi integridad de ella.
Dedujimos que nuestra salvación sería una gasolinera, pero allí nos indicaron que, de nuevo a 100 metros (qué suerte tenemos de que cuando sufrimos algún desatino, lo que nos va a salvar la vida, esté siempre a unos 100 metros), se encontraba el lugar en el que podrían ayudarnos. Una vez en el supuesto taller, el pretendido reparador se quedó sin acciones cuando vio el pedazo de agujero que, supongo, pensaba cubrir de algún modo. No parecía que tuviera cámaras de repuesto. Fue entonces cuando llamamos al hotel para preguntar cómo proceder y nos dijeron que en unos 10 ó 15 minutos el propietario de la moto llegaría allí donde estábamos. Pude entretener mi estómago con un batido de chocolate, lo más comestible que el taller podía ofrecer aparte de fideos secos, por el que me quisieron cobrar un dólar (20.000 VND) con una sonrisa que delataba un intento de abuso, dije que no era posible. 10.000 VND fue la siguiente oferta. Los pagué... y me devolvieron, imagino que con sentimiento de culpa, 3.000VND. ¡Lo que hay qué ver!
El propietario de la moto llegó con herramientas y una cámara de repuesto y arregló la rueda expertísima y rápidamente. Luego nos guió por un atajo hasta el hotel, donde pasamos con gusto, y cansados, de ir sentados a horcajadas a dejarnos masajear por el agua de la piscina. Una piscina en la que no floto, en la que no puedo hacer el muerto. ¿Nunca he hecho antes el muerto en una piscina o es que no se puede hacer el muerto en el agua de una piscina? Afortunadamente haber podido hacer el muerto el día antes en la playa, descartó de mi lista de opciones que hubiera dejado de poder disfrutar de esa aptitud que tanto relaja y consigue tan buenas conexiones con el universo.

Y llegó el martes 8 de diciembre, el día de empezar la larga vuelta a Barcelona (Phu Quoc-Saigón (1 hora) + 4 horas de espera + Saigón-Doha (8 horas) + 9 horas de espera + Doha-Barcelona (7 horas)). Y tuve que contener las lágrimas, por despedir tanto al paradisiaco resort que nos había acogido los últimos días de este fantástico viaje como a los trabajadores del lugar (con los que, la noche del sábado, vimos mientras cenábamos parte del show de selección de la nueva Miss Vietnam que, casualmente, estaba teniendo lugar este año en la parte norte de Phu Quoc, en un super resort exageradísimo que parecía Disneylandia, con parque acuático y campo de golf incluido), que han sido extremadamente amables y atentos con nosotros.


¡Gracias por todo Vietnam!

lunes, 8 de diciembre de 2014

Halong (Enmarañando la realidad kárstica y ataque de mono)



Lunes 1 y martes 2 de diciembre de 2014

Ya es diciembre. Qué difícil se hace en un viaje saber en qué día vivimos, en qué día de la semana estamos. Saber el día del mes cuesta, pero los constantes cambios de hotel nos ayudan a centrarnos, pero para saber si es lunes, martes o domingo, tenemos que concentrarnos mucho y hacer alguna que otra regla de tres.

Nos estamos haciendo mayores, (o yo al menos, el marinero ya lo era cuando le conocí), nos da pereza comparar precios de paquetes de viajes de diferentes agencias y acabamos reservando directamente las excursiones que nos ofrecen directamente en los hoteles en los que nos alojamos. Luego no nos quejemos de si nos timan… aunque hay tanta competencia que por lo poco que hemos investigado, los precios parecen ser bastante parecidos en cualquier lugar en el que se acaben reservando las excursiones.
Y con una de estas excursiones, llegamos por fin a la idealizada Bahía de Halong, la imagen que más vende a Vietnam. Hemos visto tantas fotos de la zona, que al ver en vivo esas rocas kársticas cubiertas parcial o casi totalmente de vegetación surgiendo abruptamente del mar, no nos impresionan tanto como esperábamos. Sí, es un paisaje bonito y original, pero sentíamos como si ya lo conociéramos, quizás porque, además, tiene un aire a las neblinosas tres gargantas del río Yangtzé (China) que visitamos este abril. Lo que me ha decepcionado profundamente es no haber visto NI UNO de esos barcos con velas chinas que aparecen tan a menudo en las imágenes de la bahía. De todos modos, reconozco que es un paisaje muy romántico y sugerente por el que navegar. Fue precioso ver pasar las islas desde la cubierta del barco o desde la ventana de nuestro camarote, la pena es que el barco casi no navegara y la mayor parte del tiempo permaneciera atracado. Para mí el viaje ideal hubiera sido navegar durante todo el día y parar sólo durante la noche que pasamos en él (los viajes más populares a esta zona son de dos días y una noche) y durante las actividades que tenían montadas para entretenernos: kayak, nadar, visitar la cueva más grande y bonita de la zona, subir a la cima de una de las rocas-islas para disfrutar de otra perspectiva de la zona, clase de cocina vietnamita, pescar calamares de noche atrayéndoles con luces. Esta última actividad nadie quiso hacerla porque la llovizna que nos acompañó durante casi los dos días de esta brumosa excursión había pasado a ser bastante intensa en el momento de la propuesta. Cómo disfruto sin embargo al sentir esa llovizna en el rostro, cuando es tan ligera que casi no moja, muy parecida a la islandesa.
A pesar de conocer el pronóstico del tiempo, me llevé ropa para disfrutar de las hamacas de la cubierta, que, obviamente, me imaginaba con sol, y casi me olvido de llevarme el chubasquero, ¡ay estos deseos que enmarañan la realidad!

Durante la noche competimos, por llamarlo de alguna manera, al Tangram, un juego con piezas de distintas formas y tamaños con las que formar las figuras propuestas por el libro que las acompaña. Son dificilísimas. Nuestro grupo estuvo al menos una hora y media (o dos) intentando montar la tortuga, una forma que nos pareció de las más sencillas, pero no hubo manera de conseguirlo. Los demás grupos (tres) tampoco tuvieron mucho éxito, excepto el de una familia que era probablemente de Hong Kong (hablaban indistintamente entre ellos inglés y un idioma que sonaba a chino), cuyo niño pequeño, de unos cinco o seis años, parecía el más dotado para conseguir montar las figuras. Más tarde nos dimos cuenta de que probablemente pareciera tan experto por estar mirando la parte del libro que mostraba algunas de las soluciones. Posteriormente averiguamos también que nuestra figura no era una tortuga sino una pulga. Seguramente por esto no conseguimos montarla.
Un colega de grupo comentó que sería por jugar a ese juego que los vietnamitas, o al menos nuestro guía, veían tantas figuras en la cueva que visitamos, la Sung Sot Cave, o cueva sorprendente que descubrieron unos franceses no hace más de un siglo, y que a él le costaron tanto distinguir. Será.

Otra de las actividades propuestas fue hacer taichí en la cubierta del barco a las seis y media de la mañana, justo antes desayunar. Estuvo bien… aunque sólo nos apuntáramos 4 de los 24 pasajeros del barco. Creí que sólo seríamos mujeres, pero el novio de una de las chicas australianas también se apuntó (éramos un grupo totalmente mixto: familia con tres hijos, los que eran probablemente de Hong Kong, un chico de Suiza, parejas de Australia, Singapur, Argentina, Alemania, Australia-Nueva Zelanda, Inglaterra-Malasia, España-Islandia y dos de Francia). La parte mala fue que, si uno no se concentraba en el ejercicio y en la respiración porque quería aprovechar la ocasión para disfrutar de la visión del mar y del paisaje kárstico, despertaba sus sentidos para oír también el ruido que oportunamente empezó a emitir uno de los muchos barcos que había a nuestro alrededor (no estábamos aislados de los demás, como me habían dicho algunos que ya habían estado en esta bahía que sucedería una vez saliéramos del puerto) y para oler el tufo que desprendió momentáneamente otro de ellos, justo cuando el llamado taichí máster, que también era el camarero principal, indicaba que inspirásemos. Pero es precisamente en estas ocasiones cuando hay que ser zen e integrar en uno todo lo que hay a nuestro alrededor para que nada nos moleste… porque todo el universo forma parte de nosotros, a la vez que nosotros formamos parte de todo el universo… o algo así…

Después de subir a la cima de la isla Soi Sim para tener una buena visión de y alguna bonita foto de la bahía, el marinero decidió quedarse en la playa mientras algunos se bañaron y otros, como yo, iban a comprobar hacia donde llevaba otro de los senderos escalonados de la isla. El camino ofreció otra buena vista y alguna bonita foto extra y un paseo por otra de las playas de la isla, aún no acondicionada para el baño, sólo para caminar sobre la tarima de madera que pensé que llevaría a la playa donde se encontraban los demás, pero que resultó acabar ante una gran roca y no tener salida. Tuve por tanto que tuve que volver sobre mis pasos para llegar a la playa donde estaba ya la mayoría de turistas. En el camino me encontré con un mono monísimo, el problema fue que luego llegó un mono mayor, ¿la madre?, e hizo ademanes de ataque contra mí. ¡Dios mío! Gracias a Dios recordé una técnica aprendida, creo que en la India, que recomienda que cuando sucede algo así, sirve con fingir que uno coge una piedra del suelo y va a lanzarla contra el mono. Mi primer intento no debió parecer muy convincente; ya estaba viendo los dientes del animal en mi brazo, cuando, al segundo, el mono salió huyendo. ¡¡¡Ufff!!!
                                                                                                                
Y la gran cuestión, ¿qué vamos a hacer con los últimos cuatro días y medio que nos quedan antes de volver a Barcelona? ¿Dónde podríamos ir? Yo me decantaría por la zona montañosa de Sapa, de cuyos paisajes nadie viene desencantado, de las tribus ‘hmongs negros, un poquito, porque son extremadamente insistentes cuando intentan vender su artesanía. Lo malo es que allí ha llovido bastante estos días atrás y el pronóstico no parece que vaya a mejorar demasiado, y, después del fresquito de Halong y Hanoi, nos apetece más un lugar de sol, volver a los 30 grados a los que nos ha tenido acostumbrados Vietnam hasta ahora. Se nos pasa por la cabeza saltar a Laos, pero cinco días no darían tiempo a ver mucho más que quizás el par de ciudades más importantes, Vientián, la capital y Luang Prabang, pero a nosotros no nos llaman demasiado las grandes ciudades. Lo único que tenemos claro es que vamos a seguir al sol, así que cuando lleguemos al hotel de Hanoi, googlearemos el tiempo y allí donde esté el sol, escogeremos estar nosotros también. 

domingo, 7 de diciembre de 2014

Hanoi (Estrépito insolente y la sonrisa más dulce)



Domingo 30 de noviembre y miércoles 3 de diciembre de 2014 (antes y después de la excursión de dos días a la Bahía de Halong)

Llegamos a nuestro hotel en Hanoi pasadas las 23h del 29 de noviembre. Creo que en un post anterior comenté que había que tener cuidado al reservar habitaciones porque muchas de ellas no tenían ventana. La de este hotel la tiene, pero con vistas a una pared. Hemos aprendido por tanto que lo que hay que solicitar es que la habitación tenga vistas (Sin embargo hay comentarios en la red sobre algunos hoteles que venden tal o cual vista desde la habitación o terraza… y aquéllas sólo se distinguen si uno se sitúa estratégicamente en algún punto de ellas…)

Hanoi, la capital de la República Socialista de Vietnam, donde de nuevo nos choca conocer cómo funciona un país comunista. Ya nos habían dicho que el Estado no ofrecía educación gratuita, pues resulta que la sanidad tampoco lo es, sólo para los niños hasta seis años (en este país sólo se permiten tener dos niños por pareja, si se tienen más, hay que pagar muchísimo) y para los mayores (aún tengo que averiguar a partir de qué edad uno es mayor en Vietnam).

Hanoi, nombre que significa, la ciudad en medio del río, el Río Rojo. Es sin embargo la única ciudad en la que no hemos visto que el río esté aprovechado para que los ciudadanos y visitantes paseen a sus orillas.

Hanoi,  una ciudad de estrepito insolente que intenta apaciguar con varios espacios verdes con lagos incluidos. El lago más cercano al barrio antiguo, el Hoan Kiem, es muy agradable de rodear. La mañana del domingo 30 de noviembre la zona estaba llena de familias y jóvenes paseando, haciéndose fotos, tomando algo en alguno de las cafeterías que ofrecen poquísimas sillas en comparación con la gente que por allí había; de estudiantes que practicaban su inglés encuestando a los turistas sobre su viaje a Vietnam; de estudiantes que, poniendo en práctica un proyecto ecológico, recogían la basura que encontraban en el parque; de parejas de recién casados y prometidos haciéndose fotos profesionales. Las prometidas, vestidas con el traje tradicional Ao Dai (que también se suele utilizar a menudo como uniforme entre, por ejemplo, las masajistas, recepcionistas de hotel y estudiantes). Me encanta: pantalón de talle alto y túnica hasta las rodillas con sugestivos cortes laterales desde un centímetro por encima de la cintura del pantalón (delicado centímetro delator de michelines para aquellas occidentales que compren estos trajes como recuerdo o para utilizarlos como disfraz en Carnaval, y que no sean tan estilizadas como suelen serlo las vietnamitas, sobre todo las jóvenes).

Hanoi, la ciudad que nos enseñó que los refrescantes 22ºC matinales que disfrutamos en el sur, en Can Tho, y en el centro de Vietnam, en Hoi An, puede llegar a convertirse en la máxima de un día frío de invierno vietnamita que amanece con 16ºC, como los que nos hicieron abrigarnos la mañana del 3 de diciembre. Los vietnamitas del norte han sacado ya de sus armarios, abrigos, bufandas y plumas.

Hanoi nos hace ser de nuevo conscientes de que es un pecado caer en la comida occidental cuando uno está en un país con una cocina tan variada y sabrosa. Ni siquiera es necesario pagar un precio europeo por una buena comida vietnamita, en cualquier pequeño local es lo que uno va a encontrar. Pecamos cuando en el aeropuerto de Da Nang cedimos al deseo de probar, sólo una vez, una pizza lo más parecida a la de pepperoni que pudiéramos encontrar, qué comida tan grotesca la que nos sirvieron al lado de las delicatessen vietnamitas o de las verdaderas pizzas italianas. Pecamos de nuevo en la capital cuando probamos las hamburguesas de la cadena Lotteria. Yo quise evitar cometer un crimen de primer grado pidiendo una hamburguesa de pinta rarísima y blanca que posiblemente fuera de pan de arroz, pero nos dijeron que ya no les quedaban, así que acabé pecando a lo grande con una (apetitosa) doble hamburguesa de queso. Llamadme condescendiente, pero las transgresiones durante los desayunos no sólo no me parecen tan graves sino necesarias.
Como Óskar llevaba unos días algo tocado del estómago (¿desde que comió la pizza?), no pudimos ir la última noche en Hanoi, como habíamos previsto, a probar el rape marinado con jengibre azul, azafrán, arroz fermentado y salsa de pescado, el único plato que se ha servido en un restaurante de Hanoi durante más de cien años. No logro encontrar el nombre del local, pero se encuentra en la cortísima calle Cha Ca.
Encontramos por casualidad una callejuela en la capital, llamada como el gran mercado de Dong Xuan, que servía todo tipo de platos cocinados en el momento con una pinta riquísima. Qué pena que no tuviéramos hambre en ese momento, hubiera sido el lugar ideal para atrevernos con la cocina callejera. Pedimos algo para beber en uno de los locales y, durante la buena media hora que pasamos observando la común vida gastronómica local, no vimos a ningún turista pasar por allí e, increíblemente, tampoco oímos el frenético tráfico que había a pocos metros. Un oasis.

Hanoi, ruidosa y caótica. Hay una competición entre los extranjeros por quién prefiere Saigon y quién Hanoi. Al percibir el shock auditivo de la segunda, pensé que Saigón sería mi escogida, pero tras pasear por un par de calles del barrio francés y por un par de sus zonas verdes, creo que voy a quedarme con Hanoi. Empiezo a reconocer lo que cuentan las guías de la capital, esa interesante mezcla entre lo tradicional y lo moderno que la hace de algún modo atractiva, aunque sea, insisto, estridente; vendedoras con sombrero vietnamita que parece que se desplacen bailando de puntillas al ritmo que les marca el cimbreante bambú cargado al hombro, en cuyos extremos cuelgan sendas cestas con, sobre todo, frutas y verduras. Van y vienen por las calles arboladas, al estilo del colonizador francés, que conservan los nombres de los gremios que hace siglos las ocupaban, como las del Born barcelonés.

¿Cuántas veces dirá un turista no al día en esta ciudad en la que no cesan de pasar vendedores de gorras, mecheros, buñuelos, fruta, etc. ofreciéndole a uno las mismas mercancías una y otra vez?
Me arrepiento de no haber tomado una foto de una viejecita que nos invitó amablemente a comprarle alguna fruta con un delicado movimiento de su mano y la sonrisa más dulce del mundo. Espero que justo por no haberle hecho la foto, que quién sabe si hubiera captado el candor y magia de su sonrisa, su imagen se quede impresa para siempre en mi mente y corazón. Me los atravesó. Me hipnotizó. De mayor, quiero llegar a conseguir esa sonrisa.

Otros que sonríen, pero más estrambóticamente (o así lo quisieron ver mis ojos), son los que fuman hangga. son muchos los bares de la capital que tienen a libre disposición grandes pipas de bambú y ese tipo tabaco. No he logrado saber qué es, pero como mucho debe ser una droga bastante blanda.

Por cierto, ¿dónde llevaran estos callejoncitos por los que apenas cabría una persona y de los que ni siquiera nos habríamos dado cuenta si no se hubieran metido por ellos algún que otro motorista?

Fuimos a ver el Water Puppet Show, el espectáculo de marionetas de agua. Marionetas de figuras humanas, animales y criaturas míticas que, deslizándose grácilmente por un piscina-escenario, cuentan catorce historias acompañados por músicos que tocan y canta en directo. Es un espectáculo divertido, quizás algo infantil y muy valioso culturalmente porque mantiene viva una tradición de hace al menos diez siglos. Según se dice, originalmente el espectáculo se representaba en lagos, estanques o arrozales inundados.
De nuevo el arroz, qué básico es para estas tierras. Incluso comentan que el saludo vietnamita equivalente a un qué tal nuestro significa ¿has comido arroz hoy?

viernes, 5 de diciembre de 2014

Hoi An (Viaje en el tiempo y pomelos)



Miércoles 26 – Sábado 29 de noviembre de 2014
¡Qué miedo, va a ser un avión de hélices el que cruce la frontera entre Camboya y Vietnam y nos lleve de Siem Reap al aeropuerto de Da Nang! El marinero me tranquiliza: en Islandia utilizan este tipo de avionetas en los vuelos domésticos para poder controlar mejor el aparato en situaciones tempestuosas; además, añade, si una hélice se estropea, se puede volar perfectamente con la otra.
En el aeropuerto de Da Nang nos espera el chófer, que en los días siguientes vemos que tiene tareas múltiples, de la lujosa villa de 6 habitaciones en la que pasaremos al menos tres noches al incomprensible precio de 13€ por noche (y habitación). Pensamos que debía haber llovido mucho los días anteriores a nuestra llegada porque los precios de los vuelos a Da Nang y los hoteles de la zona de Hoi An, estaban muy rebajados, sin embargo, nos encontraremos con un habitante de la zona que nos informará de que, al contrario, están pasando por una temporada inusualmente seca.
En el jardín de este alojamiento (situado a las afueras de Hoi An y al incio de la aldea de Tranh An, conocida por dedicarse a la cerámica y que, además del habitual mercado, tiene un atractivo paseo siguiendo el curso del rio), dejan sueltos al gallo y a las gallinas por la mañana y al enorme y peludo perro blanco que parece uno de los leones que guardan las entradas de tantos edificios orientales, por la noche.
Es el primer lugar en el que nos hemos alojado que tiene toque de queda. A las doce de la noche, en casa. Además advierten que no debemos ir con los niños locales de aquí para allá, especialmente por las tardes, porque tienen que ir al colegio y aprender sus lecciones. Nota tomada.

Da Nang debe ser el paraíso de los masajes de pies; al atravesar la ciudad hemos visto casi tantos carteles luminosos anunciando karaokes como este tipo de servicio podal. Uno de esos anuncios señalaba la zona de parking de uno de estos locales y, por lo monumental del rótulo, tan largo como seis de las plantas del edificio en el que estaba colgado, el establecimiento debía ser enorme.

Pero hablemos de Hoi An, posiblemente la ciudad más bonita de Vietnam y, además, un paraíso para los compradores de ropa y souvenirs. Afortunada o desafortunadamente no soy dada a consumir ninguna de estas dos cosas, aunque, de todas maneras poco espacio libre ofrecen nuestras mochilas, si no, no me querría ir de aquí. El centro de la ciudad parece un parque temático, está lleno de preciosos edificios que mezclan características de Vietnam, China y Japón; el interior de muchos de ellos puede visitarse. Pero la ciudad no es sólo conocida por el fantástico viaje en el tiempo que ofrece sino por la ingente cantidad de sastres que la pueblan, es decir por ofrecer cualquier tipo de prenda ¡y de calzado! hecho a medida. Según dicen, los precios son muy económicos. No tuvimos el gusto de comprobarlo, aunque alrededor del mercado los dedicados a estos negocios se peleasen por intentar llevarnos a sus tiendas.

Probamos varios platos de la gastronomía local: Tres tipos distintos de platos de fideos de arroz algo más gruesos que los del sur, dos de ellos (Mi Cau) como desayuno, y que preferiríamos haber probado a otra hora del día; el otro, Cao Lau, con crujientes cortezas de cerdo entre otros ingredientes, para cenar; comimos también riquísimos Wontons, deliciosos Cha Giò, rollitos crujientes con una textura exterior muy distinta a los que conocíamos y que posiblemente no sean exclusivos de la zona, aunque sí lo sea la receta familiar de la que presumía el local donde los degustamos. Tampoco debe ser una delicia distintiva de la ciudad, pero merece destacarse, el exquisito pargo (snapper) asado sobre hoja de banana con salsa de limón. Para mí la estrella ha sido, no la Banh Bao (Rosa Blanca), una especie de delicados raviolis en forma de flor y rellenos de gambas, sino la salsa con que los acompañaron en el primero de los dos restaurantes donde las comimos, un sencillo bar familiar a la orilla del río Thu Bon. Nos dieron la receta, lo siento, sólo los ingredientes, no las proporciones: salsa de pescado (la venden preparada), limón, azúcar y agua. Iba adornada con tres rodajitas de chile rojo.  ¡Ultramundana!

Como se ha podido apreciar, los ríos nos siguen acompañando en este viaje, y me han hecho descubrir que mi casa ideal no tiene que tener sólo vistas al mar y a la montaña, sino también un río con cuya corriente poder meditar. Dudo entre corriente caudalosa que ayude a alejar pensamientos negativos al mirarla y corriente ligera y tintineante que masajee el alma al escucharla.
El marinero ya se ha imaginado varias veces viviendo por estos lares y saliendo a pescar con los locales. ¿Y yo? ¿Qué podría hacer aparte de escribir un blog entre río, mar y montaña?

Si Hoi An es encantadora y transportadora de día, de noche es realmente otro mundo. De día se ven las calles decoradas con farolillos chinos de distintos colores. De noche es incomparable ver esos farolillos encendidos iluminando las calles y los comercios, aunque se ayuden de algún que otro fluorescente. A este encanto singular, hay que añadir que se trata de una zona de playa y, como comprobamos el viernes 28, se puede pedalear cómodamente hasta varias de ellas. En la primera, Cua Dai, si se come en uno de los chiringuitos que rivalizan por atraer a los visitantes, las tumbonas de la playa resultan gratis.
Después de comer y descansar en la zona un par de horas, fuimos hasta la siguiente playa, An Bang, la que según la guía de Lonely Planet de 2012 era una de las mejores playas de Vietnam. Deben haber leído la guía muchos turistas desde entonces… porque la han (hemos) abarrotado y le han (hemos) sustraído el encanto que posiblemente tuvo alguna vez. Una pena.
Otra pena fue que no nos diéramos cuenta, hasta al cabo de varios pedaleos de sonido crujiente, de que estábamos pasando con la bici sobre un trozo de carretera que estaba siendo utilizando como secadero de minigambas. Sorry!
Cuando nos dirigimos a esas playas en las bicicletas que nuestro hotel nos ofrecía gratuitamente, no encontramos casi nada de tráfico. Eran las 12h y quizás la mayoría de vietnamitas estaba disfrutando de su pausa para comer (recordemos que suelen comer hacia las 11h30), pero a nuestra vuelta, hacia las 16h30, pudimos disfrutar a la vez que sufrir, reírnos de stress a la vez que sudar de alivio, al tener que pedalear entre motos, bicicletas y coches que aparecían por todos lados, yendo en la correcta dirección, pero también en la contraria. Como se deduce por estas líneas, sobrevivimos.

Aquí en Hoi An es donde por primera vez:

·         …hemos visto a estas viejecitas típicas que, además del sombrero vietnamita, llevan un pequeño puro en la boca. Debe ser por este tipo de tabaco que algunas parece que tengan negros los pocos dientes que les quedan y otras, los labios mal pintados de gloss rojizo.

·         …han llamado al marinero Happy/Lucky Buda, por la barriga que desde hace unos meses ha empezado a redondeársele. Desde entonces él usa esta definición de sí mismo para hacer reír a los locales, que cogen confianza enseguida y le tocan el vientre. Son muy tocones los vietnamitas, incluso más que los latinos, y muy cariñosos en general. Da la sensación de que los empleados de los hoteles le conozcan a uno de toda la vida y que se preocupen verdaderamente por cómo hemos dormido y comido, por cómo ha ido nuestro día, tanto o más de lo que lo haría la más cariñosa de las madres… y esto inquieta un poquito.

·         …hemos disfrutado de servilletas del tan añorado tamaño europeo… aunque sólo sean de una sola y delgada hoja.
                                      
·         …hemos probado el pomelo de estas tierras. Aquí sí que me gusta esta fruta, sólo tiene un puntito agrio y es más bien dulce. Un nuevo y sencillo ejemplo que demuestra que no hay que moverse por el mundo con ideas preconcebidas.